De la visita que he realizado este verano a mi añorado Euzkadi, huyendo del calor que aplana y achicharra, que difumina el contorno del cerro de La Coraja y convierte en espejismo borroso mi paisaje; del reencuentro náufrago con mis islas del tesoro_ Izaro, Akatz, Txatxarramendi_ regreso a casa con un cofre repleto de colores, sabores, aromas de mar y arena de sus playas entre los dedos de mis pies descalzos.
Es un cofre pequeño, forrado con conchas donde caben todos mis recuerdos de infancia y adolescencia, el abrazo del amigo, la tarjeta del Euskotren, la hierba de San Juan, los besos de despedida a mis amatxus Nina y Crece, las zambullidas desde el rompeolas, la pelota vasca, el mercado de Gernika, el caserío, el aurresku bailado alrededor del kiosko en el parque de Bermeo, el pórtico de Santa Eufemia con sus monaguillos jugando al marro y montando en el burro de las lecheras, el mar sonando dentro de una caracola, las sirenas mudas de las fábricas de conserva que llamaban al trabajo a las mujeres,...
escenas antiguas envueltas en papel de vivencias nuevas.
Rebusco en su interior y siempre descubro algo nuevo que me sorprende. Esta vez es una foto: el ídolo de Mikeldi.
Paseábamos sin rumbo por las calles y callejuelas adoquinadas del casco viejo de Bilbao, distraída la mirada entre el bullicio de la gente, recreándonos_ siempre me gustó esta palabra_ en los espacios abiertos de las plazoletas, en las fachadas de galerías acristaladas de sus edificios, en los escaparates de sus comercios.
De pronto, en un rincón de la plaza Miguel de Unamuno nos dimos de bruces con el portón del Museo Arqueológico, Etnográfico e Histórico Vasco.
-¡Eh, mira! ¡El Museo Vasco! ¡Y la entrada es gratis hoy!
Mejor me lo pones; bastante nos costará la visita al Guggenheim para ver las exposiciones de Basquiat y el Koons de los perritos, el padre de Puppy y exmarido de la Cicciolina.
¡Qué grata sorpresa, qué feliz encuentro! El edificio es el antiguo colegio de jesuitas y primero de la villa finalizado allá por el siglo XVII. Nada más atravesar el portalón accedemos a un claustro austero y sobrio cuyos soportales están a rebosar de... ¡Gigantes y Cabezudos!
Deambulo entre las imponentes figuras de más de cuatro metros cámara en ristre y con la sonrisa de el niño feliz pintada en mi cara. ¡Cuántas carreras por la lamera de Bermeo en fiestas esquivando los envites con las vejigas infladas de los cabezudos!
¡Y el Gargantúa devorador de terneros y vacas! Ya no me das miedo; me meteré por el agujero de tu enorme boca y descenderé por el tobogán de tus entrañas hasta que me expulses por el trasero.
Pero no sólo es el cortejo festivo de esta exposición lo que atrae mi atención. Mientras me muevo entre Zumalacárregui y la reina Cristina, baserritarras, aitatxis y amatxis ya mi retina hace un rato se posó en una escultura zoomorfa que ocupa el centro del jardín del claustro. La sangre vettona que llevo dentro me da la voz de alarma y muy pronto estoy saltando el cordón que protege la escultura de entrometidos como yo. La contemplo despacio y deteniendo el tiempo. Estoy ante un monumento de mi pueblo antiguo: es un verraco vettón como tantos otros repartidos por la geografía de España: en Zamora, Ávila, Salamanca, Cáceres,...
Este ídolo tiene una singularidad que lo diferencia del resto: lleva un disco labrado entre sus patas. Le saco una foto, tan sólo una, y vuelvo a saltar el cordón evitando que ningún estricto vigilante se vea en la obligación de llamarme la atención. Busco información sobre el Ídolo de Mikeldi (datado entre los siglos V-I antes de Cristo) en los buzones del museo, la echo un vistazo somero y la guardo en la zamarra.
¿Qué hace aquí, tan al norte y en pleno corazón de Bizcaia un símbolo de la cultura vettona? ¿En qué tipo de alfabeto estaban escritas las inscripciones ya borradas?
Cosas de la vida; mira por dónde el que camina con paso lento y mirada atenta descubre que nunca eres el primero en llegar, que antes que tú ya hubo otros maketos y belarrimotxas a los que no les trajo el tren. Cuanto más avanzo más me voy convenciendo de que no existe frontera, que los que no nacieron en esta tierra siempre quisieron vivir felices en ella, que los pueblos del mundo son eso, hermanos, primos, una sola y gran familia y que esta Euzkadi mía cada vez está más bonita y es más humana e integradora.
¡Ah, y que Bilbo no es sólo el Guggenheim ni mucho menos! No olvidéis perderos en las Siete Calles, parar a tomar un pintxo, visitar el Euzkal Museoa y asomaros a la ría del Nervión a ver si hay mubles.
P.D. no os paséis sin pinchar en este enlace: