Alguien leía La mujer habitada, con su hamaca atada entre
los rayos de sol y el tronco robusto de la última encina de Txatxarramendi , mientras
la más hermosa de las sirenas con piel
de cobre varaba en los bancos de arena de aquella ría y seducía con su encanto al que camina despacio y con mirada atenta.
- ¡Mira qué luna!, dijo. Pero el ingenuo Ulises, que tras pasar cien
años en soledad seguiría recordando aquel instante de felicidad plena en aquella
tarde remota, parecía sólo tener ojos para sus desnudos pechos. Hasta que sucedió el prodigio.
Ella le habló de otros mares que decía traían envueltos en la brisa aromas de café recién hecho. Las algas morenas de sus rizos se fueron
secando y a su paso izaron velas los
barquitos anclados en la bahía . Resucitaron los cuerpos de los carramarros muertos panza arriba que arrastraba la marea cuando
ella los tocaba y enmudecieron de pronto las gaviotas chillonas cuando ella lo mandaba; Las estrellas
de mar encontraron sus brazos perdidos. En la isla, las bayas de los madroños enrojecieron
de golpe.
Ulises el ingenuo sintió que todas las mujeres de su vida habitaban
aquel cuerpo que ahora caminaba junto a él por la orilla de la playa. Todo aquello sucedió en un
instante, en un profundo suspiro. Cuando llegaron a la escalera de piedra que ascendía entre las rocas hasta
el paseo arbolado de la isla, miró hacia atrás y ya no estaba. Sólo el rastro
de unas huellas imborrables quedó marcado para siempre en la fina arena de su
memoria.
Pronto llegará el momento de cerrar el libro para dejar que
en su mente resuenen los tambores invocando a la eternidad con sus últimas
palabras: nadie que ama muere jamás, nadie que ama muere jamás, nadie que ama....
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