Mi mirada cansada retrocedió desde el bosque azulado por el sol hasta la mantis religiosa que permanecía inmóvil a 50 cm. de mis ojos.
Yo estaba tendido sobre las piedras calientes de la orilla del Chanchamayo y ella seguía allí, inclinada, las manos contritas, confiando excesivamente en su imitación de ramita o palito seco.
Quise atraparla, demostrarle que un ojo siempre nos descubre, pero se desintegró entre mis dedos como una fina y quebradiza cáscara.
Una enciclopedia casual me explica ahora que yo había destruido a un macho vacío.
La enciclopedia refiere sin asombro que la historia fue así: el macho, en su pequeña piedra, cantando y meneándose, llamando a la hembra y la hembra ya estaba aparecida a su lado,
acaso demasiado presta y dispuesta.
Duradero es el coito de las mantis. En el beso ella desliza una larga lengua tubular hasta el estómago de él y por la lengua le gotea una saliva cáustica, un ácido, que va licuándole los órganos y el tejido del más distante vericueto interno, mientras le hace gozo, y mientras le hace gozo la lengua lo absorbe, repasando la extrema gota de sustancia del pie o del seso, y el macho continúa así de la suprema esquizofrenia de la cópula a la muerte.Y ya viéndolo cáscara, ella vuela, su lengua otra vez lengüita.
Las enciclopedias no conjeturan. Ésta tampoco supone qué última palabra queda fijada para siempre en la boca abierta y muerta del macho.
Nosotros no debemos negar la posibilidad de una palabra de agradecimiento.
El huso de la palabra, José Watanabe.
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