Algunos cuentos de Nathaniel
Hawthorne son de sobra conocidos por los lectores de nuestra lengua, por
ser imprescindibles en algún tipo de antologías (principalmente del género
fantástico y de terror) o en volúmenes más o menos antológicos que llevan
títulos como «Cuentos de la Nueva Holanda», «La muñeca de nieve», «La hija de
Rapaccini y otros cuentos», etcétera. La impresión sobre Hawthorne que ofrecen
estas antologías o selecciones, en ningún caso suficientemente amplias, es
parcial y, en general, incompleta, pero muestran, de todos modos, a un extraño,
extraordinario y fascinante escritor. De los tres grandes narradores
norteamericanos del siglo XIX, Nathaniel Hawthorne (1804-1864), Edgar allan Poe
(1809-1849) y Herman Melville (1819-1891), Hawthorne es el que resulta menos
familiar al lector español, aunque algunas de sus novelas, como «La casa de las
siete chimeneas» y «La letra escarlata», y bastantes de sus cuentos han sido
traducidos, reeditados y vueltos a editar en numerosas ocasiones. Entre los
cuentos, por citar algunos: «La ambición del forastero», «El velo negro»,
«Wakefield», «La hija de Rapaccini» (sobre el que Octavio Paz hizo una
adaptación teatral), etcétera. No obstante, Poe y Melville han llegado a ser,
el primero gracias a sus cuentos, el segundo a «Moby Dick», dos autores extremadamente
populares: cosa que es difícil que Hawthorne llegue a ser algún día. El extraño
narrador de Salem (y calificarle a él de extraño no es motivo para suponer que
Poe y Melville no lo sean) presenta en sus novelas y narraciones un universo
tenebroso y atormentado, donde la percepción del Mal (muy viva también en
Melville) se añade a un íntimo sentimiento de culpa que algunos pretenden
atribuir al hecho de que entre los antepasados de Hawthorne se contara uno de
los jueces de los alucinados procesos de Salem. Pero también podemos recordar a
Sherwood Anderson, que aseguraba que los primeros habitantes de las colonias de
América del Norte (entre los que se contaban los antepasados de Hawthorne)
levantaban sus cabañas de troncos en los linderos del bosque y por la noche
oían al lobo aullar en la espesura. Por eso, añade Anderson, desde entonces
todo norteamericano lleva un lobo en su alma.
El hecho de que Hawthorne es un autor que
difícilmente puede ser popular ya había sido advertido por Poe al hacer la
reseña de uno de sus volúmenes de cuentos, «Twice-Told Tale», al señalar que su
reputación «se ha limitado hasta hace muy poco a los círculos literarios; quizá
no me equivoqué al citarlo como el ejemplo "par excellence", en
nuestro país, del hombre de genio al que se admira privadamente y a quien el
público en general desconoce». El desconocimiento de Hawthorne como autor de
cuentos puede remediarse perfectamente con la lectura de sus dos colecciones
publicadas por la editorial Acantilado de Barcelona; ambas en impecable
traducción de Marcelo Cohen: «Cuentos contados dos veces», aparecidos por
primera vez en 1837 y en Acantilado
en 2009, y «Musgos de una vieja casa parroquial», publicada en 1846 y en la
traducción española en este año de 2009. No es corriente que una obra narrativa
breve, y en consecuencia fragmentaria, se ofrezca en nuestro ámbito editorial
de manera sucesiva, en dos volúmenes que se atienen a los originales, bien
impresos, con buena letra, márgenes y espacios interlineales que facilitan la
lectura: de que la lectura resulta grata se encarga la magia de Hawthorne: un
narrador complejo que evoca desde las profundidades de la conciencia y del
recuerdo un mundo tenebroso.
El pecado, la culpa, el horror, las llamas rojizas
de los aquelarres que ascienden sobre las sombras de los árboles de la noche,
el hombre que vela su rostro con un paño negro para que no se manifieste el
pecado o la mujer que lleva el pecado en una letra roja sobre su ropa, el
hombre que sale de su casa con un pretexto trivial y deja transcurrir media
vida en otra casa próxima, la alucinación botánica o la presencia de la ciencia
como terror: todo esto y más se encuentra en estas dos colecciones de cuentos,
entre los que destacan algunos de rara perfección, como «Wakefield»; otros que conectan con las preocupaciones metafísicas
de la gran literatura religiosa del siglo XX, como «El velo negro». Lo que
separa a Hawthorne de Bernanos, pongo por caso, es, además de un siglo, que en
el mundo atormentado y tenebroso de Hawthorne hay pecado, pero no hay Gracia,
como en el del francés.
Sobre «Cuentos
contados dos veces» ya me he expresado en «Revista de Libros». En «Musgos de una vieja casa parroquial»
reencontramos ese extraño mundo literario en el que el verano muere y se le
entierra y, «cuando llueve, la naturaleza pierde toda benevolencia,
toda hospitalidad». La Naturaleza presenta una gran importancia para Hawthorne:
sus ventanas están abiertas al otoño, al frío y a las tinieblas. Y entre estos
«nuevos cuentos», algunos magistrales, como «El joven Goodman Brown», «El
entierro de Roger Malvin» o «El holocausto de la Tierra». Algunos cuentos dan
la sensación de haber sido ya leídos: no es así. Lo que sucede es que tenía
razón Poe, y Hawthorne era más conocido en círculos reducidos, pero
influyentes, por lo que él, asimismo, tuvo y tiene una influencia notable sobre
la literatura posterior.
Los cuentos de Hawthorne
Por José Ignacio Gracia Noriega
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