-“Dominus vobiscum”
Ese es el saludo devoto con
el que mi padre da por concluida la liturgia.
El cucharón de madera hace las veces de hisopo.
Podemos ir en paz: las
aceitunas de hogaño ya están aliñadas.
¡Y bendecidas! Tendrán
que salir buenas a la fuerza.
Tienen todos los ingredientes: las olivas
manzanilla de verdeo que ordeñé al olivo del “Curandero” y que Juan Antonio se
ha encargado de rajar y endulzar con agua de lluvia; los dientes de ajo sin
pelar; el imprescindible orégano y un poco de tomillo salsero-¡Dios, cómo me
huele a campo y a feliz infancia!-; unos cuantos pimientos secos que mercadeé
en el martes de Plasencia y que ya cuelgan enristrados de una viga en la
cocinota; las hojas del laurel victorioso y la sal- salmuera a prueba de huevo
flotando …
No, madre, no me olvidé
de tus cáscaras de naranja. Sé que estás ahí sentada junto a padre y quieres
que las cosas nos salgan bien. No te preocupes porque me acordé de las cáscaras
de naranja, bien peladas, sin la telilla blanca que cubre los gajos -porque eso
ablanda mucho el guiso, decías siempre.
-Estas cosas se hacen con
amor.
Ese no falta. Es el
ingrediente principal. Solo tienes que fijarte en la cara que pone padre, que
llena de contento y alegría todo el portalón. Y eso que lleva un noviembre duro.
“Estás como tonto”, susurras
complaciente.
Dominus vobiscum.
Ahora toca esperar; esperar a que la vida
nos dé tiempo, esperar a que las aceitunas se tomen de los guisos y verás qué
ricas en el cuenco de barro sobre la mesa camilla.
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