LECCIÓN DE PÁJAROS
Nevaba cinco o seis veces al año. Pero era de verdad, y los prados, las casas y los árboles amanecían cubiertos del color blanco que cegaba a los caballos. Éstos rompían con sus cascos la nieve, en busca de un poco de hierba sepultada, o golpeaban con el hocico las ramas, y morían después de comer las hojas de los tejos. Los pájaros, hambrientos, les despedían con un réquiem muy delgado.
Veíamos el vuelo desorientado de los petirrojos y tordos, hasta que descubrían la abertura de la vivienda. Entraban en aquel túnel y caían a un desierto de oro: el suelo del desván cubierto de mazorcas de maíz.
Algunas aves llegaban sin energía para comer los granos sobre los que enseguida se desplomaban. Yo, niño pequeño, apretaba con fuerza sus bultos para fundir los hielos de la muerte, y descendía rápidamente a la habitación donde una cocina de leña caldeaba los cuerpos de mi familia. Colocaba los pájaros cerca del horno. Ardían unos troncos de manzanos y cerezos sobre los que esos pájaros cantaron el verano anterior. Los árboles cortados por el hacha de mi padre agradecían con el calor los cantos que aliviaron su vejez.
Esta fue la primera enseñanza. Vi pronto la sombra, aunque blanca, y el vuelo frágil que quería esquivarla.
F. Javier Irazoki.
(Del libro Los hombres intermitentes. Hiperión, 2006)
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