Cuando
vuelven las cigüeñas
Si, como decía María
Zambrano, Extremadura es la tierra del silencio, tal vez la ciudad del silencio
sea la parte antigua de Cáceres, declarada patrimonio mundial en 1986. Hay aquí una especie de
recogimiento, de soledad, una forma de meditación. Por eso, uno prefiere pasear
por ella al atardecer, siguiendo el rastro de las cigüeñas que regresan, viendo
la luz que, cuando empieza a derrumbarse por Portugal, se torna dorada y rojiza
como el resplandor de una hoguera.
Al
llegar al paseo modernista de Cánovas, uno recuerda hasta qué punto Cáceres es
una ciudad de la gente hecha para ser vivida a cualquier hora. Cánovas tiene un
olor a jardín burgués y a flor de acacias, y es un rincón que cada crepúsculo
muestra el color primaveral de una caña de cerveza. Hasta la Plaza Mayor, uno
sigue paso a paso el hilo de Ariadna de nuestra época: el comercio. Pero el
comercio aquí se deja seducir por los caserones decimonónicos, por los
miradores y los ventanales. En San Juan todo se vuelve elegante y un poco
mundano, como un turista fino, con ese erotismo de los hoteles, los
restaurantes, las taperías y las tabernas. El Cáceres del XIX es un pueblo
impresionista, castizo y aristocrático. Una calleja te lleva al hambre de la
posguerra, otra al esplendor de la modernidad y sus movidas.
Entrar en la ciudad vieja es
algo más que entrar en un espacio físico, es un salto en el tiempo. No hay
sobre ella una sola mirada. Las puertas del Arco de la Estrella o de Santa Ana
son las más evidentes. Pero uno puede bajar hasta la iglesia de Santiago,
recorrer toda la calle de Caleros y entrar por la romana Puerta del Río. Este
es el sitio por el que, durante años, en mis paseos, yo he entrado en esta
ciudad. Se oye el rumor del agua, se ven las huertas y los cañizales, se huele
el té moruno de Los Siete Jardines. Después se sube por la Cuesta del Marqués
con esa imagen de Cristo en lo alto del arco, las calles hacia la judería y la
Casa-Museo Árabe, y se comprueba que toda nuestra civilización cabe en unos
cientos de metros de empedrado.
Decía De Vigny que cuando vemos lo que es el hombre y la vida nos damos cuenta de que lo único grande es el silencio. La plaza de San Jorge, los Golfines de Abajo o la plaza de Santa María son tres poemas escritos con la arquitectura del silencio. Sus estéticas señalan una moral: que la belleza es el lugar donde la mirada descansa. Como ocurre al entrar en el Jardín de Ulloa, tan íntimo y sosegado. Al detenerse ante el gótico del palacio de los Solís, con ese escudo donde hay un sol con rostro humano y sus rayos mordidos por las furias. Al desviarse hacia la geometría de ladrillo de la Casa Mudéjar, hacia la hiedra de la Torre de Sande y llegar hasta la plaza de San Mateo. Es decir, que, después de las guerras, los odios y las sangres que por aquí se vertieron, hoy estos rincones nos enseñan que solo el arte perdura porque a veces nos acerca a la medida de nosotros mismos.
Decía De Vigny que cuando vemos lo que es el hombre y la vida nos damos cuenta de que lo único grande es el silencio. La plaza de San Jorge, los Golfines de Abajo o la plaza de Santa María son tres poemas escritos con la arquitectura del silencio. Sus estéticas señalan una moral: que la belleza es el lugar donde la mirada descansa. Como ocurre al entrar en el Jardín de Ulloa, tan íntimo y sosegado. Al detenerse ante el gótico del palacio de los Solís, con ese escudo donde hay un sol con rostro humano y sus rayos mordidos por las furias. Al desviarse hacia la geometría de ladrillo de la Casa Mudéjar, hacia la hiedra de la Torre de Sande y llegar hasta la plaza de San Mateo. Es decir, que, después de las guerras, los odios y las sangres que por aquí se vertieron, hoy estos rincones nos enseñan que solo el arte perdura porque a veces nos acerca a la medida de nosotros mismos.
Hay
ciudades llenas de puntos de fuga. Los puntos de fuga en Cáceres hacen que,
desde la ventana o el mirador de un palacio, lo que veamos no sean campos o
sierras, sino cuadros; es decir, obras de arte. Eso ocurre de forma muy
profunda cuando estamos en la plaza de las Veletas, cuando bajamos por los
corredores hasta el aljibe. Cuando recorremos los adarves, cuando nos subimos a
una torre y sentimos la inmensidad de la llanura como un lienzo pintado por un
impresionista.
Hay demasiada vitalidad en
esta tierra como para no sentirse contagiado por ella. Las calles de Cáceres
empiezan en el pasado y terminan en el futuro, por eso son vividas con
entusiasmo. Parafraseando a Borges, uno puede decir que, después de tantos años
de pasearla, de vivirla y de pensarla, la belleza es frecuente aquí, y no pasa
un día en que no veamos algún signo que nos acerca un poco más a su secreto.
Diego Doncel (Malpartida de
Cáceres, 1964) utiliza su voz poética para trazar una postal que pretende
atraer a viajeros hasta la ciudad. El silencio de la parte antigua es el
argumento que recorre el artículo galardonado con el premio de periodismo de la
Fundación Mercedes Calles-Carlos Ballestero. 'Cuando vuelven las cigüeñas' fue
publicado el pasado 25 de noviembre en el suplemento 'El Viajero' de El País.
Visual y lírico, ofrece una instantánea que tiene mucho que ver con lo
sensitivo y con su experiencia personal. Salpican el artículo citas y
referencias que hablan de la enorme cultura del autor. María Zambrano, De Vigny
o Borges asoman en un texto lleno de vida, en el que puede escucharse el
aliento del escritor subiendo y bajando por las callejuelas de Cáceres. Doncel
es una de las voces imprescindibles de las letras extremeñas. Poeta y narrador,
cuenta con premios como el Adonais, que recibió en 1990 por 'El único umbral',
o el Premio Café Gijón, en 2012, por 'Amantes en el tiempo de la infamia'. Su
última obra publicada es poesía 'El fin del mundo en las televisiones' (Visor)
y actualmente su faceta creativa se la dedica a la novela. Es profesor de
Lengua y Literatura en un Instituto madrileño. El próximo jueves recogerá este
galardón en el corazón mismo de la Parte Antigua.
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